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Cuando la clase ya iba a finalizar, el profesor dio la vuelta y preguntó:
—¿Quiénes conocen a Juan Gossaín?
Solo unos pocos alzaron la mano tímidamente a lo que él suspiró pesadamente. Caminó hacia el computador que proyectaba la imagen de un señor canoso, con gafas elegantes y una prominente calva, y le dio play. Reprodujo el video.
“Todo muchacho, todo periodista joven que venía de la universidad a trabajar en RCN, o intentar trabajar en RCN (…) y, ¿sabes que descubrí yo en todos los recién graduados? Que todos, sin excepción, estaban convencidos de que iban a cambiar el mundo con el periodismo.
No lo van a lograr, pero eso no es lo importante. Lo importante es que crean que si lo van a lograr. Lo que hace realmente sólido a un periodista es esa convicción”, decía el personaje.
Ese mismo año, Gossaín lanzó su libro “La memoria del alcatraz”, una recopilación de sus mejores crónicas donde el periodista costeño retrata al país a través de su estilo singular. En una entrevista, publicada en la Revista Semana, el escritor dijo que la mejor época de su vida fue cuando empezó a ser periodista: a los 20 años.
“Tenía la ilusión de que iba a cambiar el mundo con el periodismo. Ahora sé que no voy a cambiarlo, pero sigo actuando como si fuera a lograrlo. Creo que ese idealismo es el que mantiene vivo a un periodista”, compartió con los lectores.
Esas palabras siguieron resonando en mi cabeza por años. Era como una especie de mantra que me decía a mi misma cada vez que, de alguna manera, las cosas se tornaban complicadas en la carrera de periodismo. “Cree que vas a cambiar el mundo”, me repetía, “Escribe como si quisieras que algo cambiara”.
Pero nunca pasó.
Nunca sucedió nada.
Mis textos no lograron tumbar a un ministro, poner un tema en la agenda pública, ni mucho menos iniciar una revolución digital.
Algunos dirán que soy muy joven para pensar en eso. Que el buen periodismo, el que le pelea de codo a codo a los poderosos y logra hazañas importantes, se hace con el tiempo a favor. Es decir, tras largos años de experiencia.
Pero tomemos el ejemplo de Martín Leandro, un joven peruano de 28 -casi 29- años que fue galardonado con el Young Journalist Award. Fundó Nube Roja, una revista de periodismo y literatura que le permitió contar historias de las personas que “no eran escuchadas” o “remotas”.
Martín y su equipo se atrevieron a hacer eso que varios periodistas de trayectoria quisieran: darle una voz a los que no tienen y retratar la verdad para lograr un cambio. De hecho, él mismo lo comentó en entrevista que daría paso a su perfil como ganador del certamen:
“Suena a idealismo, pero he visto tantas injusticias en mi país que siempre he querido ver el cambio y ser ese cambio”.
Así como él, cada uno de los que ha conseguido ese y otros galardones de periodismo juvenil tienen una singular necesidad por cambiar algo en su contexto. Y lo logran. A su manera. Levantan la voz por aquellos que no pueden hacerlo y la ponen a la orden de la opinión pública.
Pero, ¿qué pasa si Juan Gossaín no se refería a cambiar, en el sentido estricto de la palabra, el mundo? ¿Qué sucede si hablamos de la singularidad que cada uno de nosotros posee como mundos-casi-universos en sí?
“Cada cabeza es un mundo”, dice el saber popular. Y tienen razón: esos mundos también los intenta cambiar el periodismo.
Así que, querido periodista joven: Quizás nuestros textos nunca han logrado tumbar a un ministro, ni han puesto un tema en la agenda pública o iniciado una revolución digital.
Pero mientras las letras, imágenes, videos, audios que te acompañen retraten el mundo desde tu singularidad y puedan mover alguna fibra en cada lector, espectador u oyente, estarás cambiando algo.