Foto de Jair Lázaro en Unsplash
Hace días hice una parada a urgencias. Nada grave, pero muy dolorosa. Hacía mucho frío y, aunque los pasillos del centro médico no estaban vacíos, sí percibía desolación. Pero nada comparado a la sala de observaciones donde estaba él.
Su voz era aguda para ser masculina. Hacía un esfuerzo por sonar tranquilo, pero no podía ocultar la desesperación en su tono. Él trataba de conciliar con el personal médico sobre su traslado, situación que era inminente según los profesionales.
“Lo vamos a trasladar porque aquí no tenemos como atenderlo”, decía una de las enfermeras. “Su presión está muy alta y aquí no contamos con el equipo para controlar una situación mayor”.
“Mi familia no va a saber que estoy en otro lado”, decía. “¿Y si ellos vienen al día siguiente y no me encuentran? Se van a preocupar”.
“Podemos llamar a su familia”, respondían.
“¡¿Y por qué no lo habían hecho desde antes?!”, les dijo aireado.
Al final ganó. El personal de turno resolvió enviar de vuelta la ambulancia en que lo trasladarían a un nuevo centro médico (uno más complejo), dejando claro que fue él quien tomó la decisión de quedarse allí, en el de baja complejidad al que había llegado solo.
Toda la noche escuchamos su corazón.
Beep. Beep. Beep.
Lento, pausado. En ningún momento se aceleró, pero podía hacerlo.
En la mañana, cuando el turno de la noche explicaba la breve o extensa historia clínica de cada uno de los pacientes, volvió a escucharse su voz. Esta vez hablaba con alguien por teléfono, pero la situación era igual de tensa. Los gritos iban y volvían, a pesar de que la charla se trataba sobre un elemento perdido que estaba en la casa.
Nunca explicó cómo estaba. Nunca le dijo que lo querían trasladar y que él estaba preocupado porque ellos no sabrían su paradero.
Salí de ese lugar con un sinsabor, esperando conocer su nombre. Pero no lo hice. Antes, el día siguiente y los posteriores a ese, el pitido de su corazón conectado a la máquina de monitoreo de signos vitales quedó resonando en mi cabeza.
Era el sonido de alguien que se aferraba, por miedo u otro motivo, a quedarse en el lugar para que su familia no se preocupara. Si bien estaba exponiendo su vida en un sitio que no contaba con los protocolos necesarios para atender una emergencia en su caso, parecía no importarle.
Y fue allí cuando entendí que, más allá de hacer una pataleta como lo había catalogado en primer lugar, él había reunido el coraje suficiente para dejar en claro que no quería enfrentar el problema solo.
No le sonaba lógico después de horas de estar conectado a la máquina. Quería esperar a que una cara conocida llegara, al día siguiente, en ese mismo lugar al que había arribado por sus propios medios.
Dicen que los seres humanos somos seres sociales por naturaleza. No queremos (ni podemos) estar en completa soledad, aunque nos jactemos de que sí. Se nos enseña a ser independientes porque nadie va a sacrificarse por el otro más allá de si consigue un beneficio propio.
Y tienen razón. Pero, en ocasiones, se nos olvida el rol enorme que “el otro” tiene en nuestro día a día, especialmente cuando enfrentamos situaciones adversas.
Los procolos de bioseguridad, del centro médico donde nos encontrábamos, exigían que la persona que ingresara a urgencias permaneciera sola hasta su estabilización y posterior alta. La única excepción a la regla era la edad: ser menor de 18 años o un adulto mayor.
Si bien se estaba salvaguardando la vida para evitar infecciones de enfermedad por coronavirus (que parece tomar menos relevancia con el pasar de los días), la norma empequeñecía el valor del acompañante en situaciones de extremo estrés como asistir a urgencias.
Lo redujo a un mero espectador del show médico.
Escuchando el pitido de él, con el cuarto a oscuras, frío, la siempre incómoda cama de la sala de observaciones y la desazón de no saber qué puede suceder contigo al día siguiente, me queda claro.
Los acompañantes no tienen ni idea de lo necesarios que son.