7 de febrero del 2021 | Cancha La Caimanera
Samuel no lo sabe, no en ese momento, pero la cámara lo está apuntando. En sus manos tiene la placa de color plateado y negro con el nombre su abuelo grabado en el centro, y parece no inmutarse por la algarabía a su alrededor, ni la cantidad de cervezas que la señorita del estanco saca por minuto. Solo importa la pieza metálica. La toma, la observa y le da la vuelta, todo esto mientras su mamá le intenta colocar la media del pie derecho con rapidez.
La cámara ya no lo sigue pero él aún no está listo. Samuel todavía usa la camiseta del Real Madrid y debe cambiar su vestimenta por la de color amarillo: la del equipo de su abuelo Ruby Samuel. Primero son las medias gruesas características de cualquier futbolista, luego el pantalón corto y por último una camiseta que portará durante el partido. Esa es su indumentaria, pero está incompleta.
Pero antes de estar listo, alcanza a su papá, Leonel, y juntos caminan hacia la zona donde pedirán el cambio para ingresar al segundo tiempo del partido que se juega en la cancha La Caimanera.
El partido en honor a Ruby.

“Papi antes de jugar llegaba a mi casa”, dice Dayana, nieta mayor de Ruby y hermana de Samuel. “Si el partido era a las diez de la mañana, él llegaba a las nueve y me iba a levantar para que lo viera jugar”. Y vaya que era un sacrificio para alguien que no despierta antes del mediodía, pero lo hacía por su abuelo. Por su pasión.
Cuando no tenía partido, en cualquier día de la semana, a Ruby lo podían encontrar sentado en el mecedor y frente al televisor viendo cualquier partido: él no hacía distinción entre club o selección, mucho menos entre liga nacional o internacional.
Para él la pelota era la verdadera protagonista. Era fútbol o nada, quizás desde antes de que el Vasco de Gama fuera coronado campeón del torneo infantil del año 1960 o mucho antes que el pueblo entero reconociera su talento para el balompié.
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10 de enero del 2020 | Iglesia Santa Ana de Baranoa
102 años. ‘Mami Gonza’ estaría cumpliendo 102 años el día en que Ruby Samuel decidió partir a su encuentro. Él abrazó la fecha del cumpleaños de su madre como el último de sus días en la tierra, algunos comentan que incluso la esperó para poder despedirse de todos.
De repente, la casa se volvió a llenar de lamentos. Habían sollozos y lágrimas rodando, pero no ruido. Nunca ruido. Y todo era blanco y negro, y oscuro, aunque estuviera de día y fueran las once y treinta y nueve minutos de la mañana.
Aunque allá afuera la gente aún no asimilaba su partida. “¿Cómo alguien que estaba tan sano y entero se puede ir así de la nada?”, se escuchó decir en su entierro, cuando la carroza fúnebre rodaba por la carretera y el silencio aún era la orden del día.
Más allá del llanto, de la tristeza irreparable, no había desespero. Era como si el corazón, la mente y el alma hubieran hecho un pacto para recordar todos los momentos en que Ruby hizo presencia en sus vidas, con la certeza de que le dieron todo de sí. No se quedaron con nada, y él quedaría más vivo que nunca en sus memorias.
Para siempre.

El equipo amarillo se dejó marcar un gol en el segundo tiempo y, aunque la tribuna gozaba al ritmo de una canción carnavalera, no hubo mucha algarabía. Pero el pitazo final se dio, Leo y Samuel no anotaron en el partido por su padre y abuelo. A decir verdad, tampoco hizo falta: solo con la presencia de ambos en el campo fue suficiente, y así lo hicieron notar los compañeros de Ruby.
El abrazo al nieto, la foto con la nieta, un fraternal golpe en la espalda al hijo y las sinceras palabras a su viuda.
Samuel no lo sabe, o quizás sí, pero la forma en que sus manos se posan en sus caderas y mira hacia un lugar indefinido es la misma estampa de su abuelo Ruby.